Donald Trump quiere transformar Estados Unidos en un balneario para blancos. Convertido desde el pasado 20 de enero en el hombre más poderoso del mundo, desvía la atención internacional hacia Gaza, aranceles de quita y pon o la propiedad del Canal de Panamá, mientras dentro de sus fronteras extiende una deriva de tintes xenófobos con recetas del pasado que, si bien no esconde, se desdibujan en medio de un ruido ensordecedor.
Trump y su Gobierno avanzan decididos en la creación de un nuevo enemigo interno para los estadounidenses: el migrante latino, al que hay que identificar, señalar y expulsar del territorio.
El propósito es llevar a cabo “la mayor deportación de la historia”. Y para lograrlo vale todo. Las escuelas, hospitales e iglesias ya no son lugares protegidos de las redadas antiinmigrantes.
La secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, se refiere a las personas indocumentadas como “basura” o “desechos”. Senadores estatales de Misisipi y Misuri proponen premiar con mil dólares a los ciudadanos que delaten a extranjeros para que los deporten. Hablar español o tener la piel oscura ha pasado a ser un problema: en las redadas de los últimos días han sido detenidos varios ciudadanos estadounidenses solo por su aspecto.
El Gobierno ha retirado a 300.000 venezolanos la protección con la que entraron legalmente a Estados Unidos en los últimos años y los ha convertido en indocumentados. La base de Guantánamo, en Cuba, será el destino de algunos de ellos.